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La hija del Jaguar

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Era una niña inquieta, lo había sido desde su más tierna edad, cuando jugaba desnudita a perseguir las gallinas entre polvaredas, en ese caserío pobre y árido al norte de Colombia, olvidado de Dios y de los hombres, que parecía salido de un relato debajo de las piedras de la soledad.

A los 7 años comenzó su calvario. Los hombres del Escuadrón Lagarto ocuparon la región y un día, sin saberse por qué ni para qué, amontonaron a todos los hombres de 25 a 40 años y los masacraron en un instante con ráfagas de metralla, que dizque porque habían informado lo que nadie sabía al llamado “Comando Destrozo”, que muy de cuando en cuando pasaba por la zona. Allí quedó ante sus ojos su desgraciado padre, tendido en un baño de sangre.

Su abuelo y su madre decidieron irse. Agarraron a los cinco niños y comenzaron el largo camino de los desplazados, movilizándose de aquí para allá y de allá para acá, sin ser bien recibidos en ningún lugar. Hasta que en un poblado más grande, donde estaba con su familia asentada, tuvo la suerte de que vino a acampar un circo al lote baldío vecino. ¡Qué día más maravilloso y emocionante!

Comenzó con un desfile con bombos y platillos que recorrió el pueblo perseguido por una cantidad de chiquillos harapientos como ella. ¡Hasta tenía un gran oso bailarín de verdad, que la asombraba y horrorizaba al mismo tiempo con sus aterradores rugidos, cada vez que abría su enorme bocota, dejando ver sus afilados dientes!

Después de que armaron la gran carpa, Juanita — pues ese era su nombre— husmeó por aquí, saltó por allá, sin ser notada entre la gente que se movía afanosa, hasta que encontró, bajo la lona, un rasgón casi de su tamaño y pudo colarse a las tres funciones. El espectáculo le pareció fabuloso. ¡Jamás había sido tan feliz!

Quedó muy triste al ver desmontar la carpa... y fue entonces cuando decidió fugarse con el circo y sin decirle a nadie. Se escondió en un baúl que había descubierto dentro de uno de los carromatos durante sus inspecciones previas. Se quedó allí muy quietecita, casi sin respirar, encogida entre los vestidos de lentejuelas y las boas de plumas de avestruz y sólo cuando sentía el silencio a su alrededor, se atrevía a levantar la tapa un poquito, para no asfixiarse.

La descubrieron cuatro días después, cuando la encontraron dormida entre los disfraces. Tenía ya diez años y, como era de una belleza exótica y no quiso decir ni mu cuando le preguntaron por su pueblo o el nombre de su familia, decidieron entre todos acogerla y le enseñaron los trucos necesarios para ser equilibrista, pues por la mala alimentación y su delgadez extrema, sus huesos eran más bien cartílagos muy flexibles, aptos para danzas exóticas y todo tipo de contorsiones.

El circo estaba constantemente de gira, pero a medida que el país se sumergía en una guerra sin fin, el circo iba en picada, pues los lugareños, cada vez más empobrecidos, no tenían plata para desperdiciar en entretenimiento, y la asistencia no lograba la taquilla necesaria para mantener a tanta gente. Los vistosos trajes ya estaban roídos, las mayas deshilachadas... El oso, la atracción principal, había muerto hacía seis meses... ¡Daba pena ver las representaciones para cuatro gatos bajo una carpa llena de asientos vacíos!

De pronto, en el último pueblo donde se hallaban, llegó otra vez la perra suerte, encarnada ahora en un grupo guerrerista que se hacía llamar el Frente Siete, que sin miramientos secuestró a muchos de sus compañeros más fuertes, incluyéndola a ella, pues a sus doce años, su peculiar hermosura no pasaba desapercibida, aunque estuviera en los huesos.

Siguió, pues, su eterno destino de caminante sin rumbo, atravesando inhóspitas montañas y selvas, pero esta vez encadenada y a merced de Tomás, su captor, un joven ladino, de origen campesino, a quien el Frente Siete había obligado desde muy niño a empuñar las armas y ahora, 9 años después, se había convertido en un hombre sanguinario que no conocía más ley que la de apretar el gatillo y el poder que le daba su arma, para defender a los narcos sembrando el miedo a su paso. Este oscuro personaje se enamoró de Juana y no le quitaba el ojo ni un instante. La violaba seguido, y como debía compartirla con sus otros compañeros, se ponía endiabladamente celoso y se descargaba con ella, llamándola puta sinvergüenza, provocadora de hombres y miles de nombres obscenos, mientras la golpeaba con saña, Así pasaron un par de años.

Cierta vez que quedó rendido a su lado, después de tanto sexo y tanto golpe, se descuidó dejando el candado a medio cerrar, cosa que aprovechó la niña Juana para treparse como pudo a un árbol gigantesco. A pesar de lo magullada que estaba, y desde ahí, como los monos, logró saltar agarrada de las lianas, de rama en rama y de árbol en árbol, sin bajar nunca a los senderos de tierra firme, por miedo a que Tomás la volviera a capturar.

Mientras tanto, el rabioso guerrillero se ofreció para la misión suicida de perseguirla selva adentro, pues su sádica relación lo mantenía atado a ella en cuerpo y avanzaba gritando a diestra y siniestra todo lo que le iba a hacer “a la condenada zorra que había tenido la osadía de escapársele”... pero ya vería el castigo que le daría cuando la atrapara y se deleitaba pensando en voz alta todas las torturas que le haría de nuevo, cuando la encontrara, aunque tuviera que llegar hasta el mismo infierno a traerla.

La jovencita, en las copas de los árboles, escuchaba horrorizada sus gritos hasta que se fueron haciendo murmullos, y más tarde sólo la envolvieron los sonidos de la selva. Comía lo que veía que los micos comían, dormía en las ramas altas, amarrándose con girones de su vestido y se internaba cada vez más en las profundidades de esa espesa selva. Y así hubiera seguido hasta los confines del Ecuador, si no hubiera divisado a lo lejos un gran bohío iluminado por la luz de unas fogatas. Se dirigió hasta allí. Como pudo se bajó con sigilo del árbol y se quedó espiando, temerosa e hipnotizada, la ceremonia frente al fuego de aquellos bellos seres morenos, de caras anchas y pelos lacios, que portaban narigueras y adornos en el pecho, medio desnudos y emplumados, quienes danzaban frenéticos bajo el cielo estrellado que se filtraba por los espacios vacíos entre las palmas y las vigas de madera.

No hubieran notado su presencia, de no ser por un pequeñín desnudo que salió corriendo y, curioso como cualquier gatito, se puso a mirarla sorprendido haciéndole sonrisas, pucheros y gorgoritos, hasta que la hizo reír. La madre semidesnuda salió preocupada a buscar a su hijito y al ver a Juana le hizo señas amistosas para que ingresara con ella al bohío, en silencio. Al terminar la ceremonia los Hijos del Jaguar, pues así se hacía llamar esta tribu amazónica, la acogieron bajo su seno y poco a poco aprendió a quererlos y a comunicarse con esa gente bondadosa y sencilla que preservaba la naturaleza, pues sentían que su misión era proteger a todos los seres vivientes y el rico entorno verde que los rodeaba, dándoles su subsistencia y el milagro de la salud a través del conocimiento ancestral de las propiedades benéficas de las plantas circundantes.

Juana era de nuevo feliz. Había engordado algo siguiendo la dieta de los nativos, sus curvas se hicieron cada vez más atrayentes sin que ella lo notara y su misión era cuidar a los chiquillos, cosa que hacía con mucho gusto y paciencia, enseñándoles lo que había aprendido en sus correrías y asombrándolos con sus saltos y maromas. Como era la única mujer mestiza, la reservaron para el jefe, un hombre sabio muy mayor que fue siempre respetuoso con ella y mantenía a los hombres lascivos a raya, al notar su reacción de pánico cuando algún macho de la tribu se le acercaba. La protegió sin exigirle a cambio ningún favor sexual, quizás intuyendo su anterior sufrimiento.

Pero tanta felicidad no podía durar. Tomás finalmente llegó al bohío, con su altanería de siempre, armado hasta los dientes y exigiendo saber el paradero de Juana. El jefe, que había sido alertado de la llegada del intruso, logró a duras penas esconderse con ella en un hueco disimulado bajo hojas y ramas caídas. A señas, con sus malos modos, el guerrillero se hizo entender. Y como la única respuesta que recibió fue un silencio obstinado, decidió darles a esos indios un escarmiento y agarró seis jovencitos, los puso hincados en fila y, sintiéndose el hombre más poderoso de la tierra, con el dominio infinito que le confería su famosa AK-47, descargó sobre ellos las sonoras ráfagas, con todo el ímpetu salvaje de su cólera, hasta que se quedó sin balas. Tomás siguió luchando con uñas y dientes hasta que su cuchillo cayó y fue rodeado por un grupo enfurecido de hombres de la tribu que lo ataron a un árbol, todo ensangrentado y herido por los golpes recibidos.

Cuando cesaron los disturbios, el jefe salió de su escondite y se encontró frente a frente con el cautivo. En el momento que Juana lo vio, comenzó a llorar como animal herido y procedió a explicar a la gente la maldad de su torturador. Después de muchas cavilaciones, el jefe decidió organizar una ceremonia ancestral muy especial que ya no se practicaba, pero la situación lo ameritaba. Su tribu no podía permitir que el espíritu de este desalmado les rondara y que las maldiciones que escupía con desprecio, mientras las traducía la chica, se hicieran realidad, entorpeciendo el entorno de paz y armonía en el que convivían.

Primero, enterraron a sus muertos con cánticos y gemidos. Los hombres, bajo su mandato, procedieron a descuartizar al moribundo guerrero después de arrancarle el corazón aún latente, pero para evitar que sufriera en sus últimos momentos, lo anestesiaron con un veneno paralizante que sólo ellos conocían. Luego, el jefe mandó a traer unas vasijas ceremoniales y ordenó que las pusieran a calentar con agua hasta que hirviera, en numerosas fogatas. Se repartieron sus partes en ellas, se mezclaron con ñame y yuca, y cuando la carne se separó de los huesos, las mujeres se encargaron de molerlos y fueron añadidos en los caldos. Todos los habitantes, incluso Juanita, comieron hasta dejar las ollas limpias completamente. Así se cumplieron dos propósitos: que el cuerpo del torturador se fundiera con el de su pueblo de alma bondadosa y que su espíritu sanguinario no tuviera ningún arraigo con la tierra donde moría. Esa noche danzaron alocadamente bajo las estrellas y se iban quedando dormidos allí donde caían, cuando el paroxismo de la danza y los ritmos cada vez más rápidos los iban fundiendo.

A la mañana siguiente, la lluvia cayó, limpiando con su transparencia los hechos de la noche anterior. Se despertaron todos y continuaron con sus actividades como si nada hubiera pasado, pues en la selva no queda tiempo para mirar atrás, sólo se puede seguir adelante y sobrevivir… como al fin había logrado hacerlo la hermosa contorsionista de nuestra historia.

Hoy podía mirar a todos con la frente en alto, pues había dejado de ser aquel animalillo asustadizo que llegó un día, hacía más de seis ciclos lunares. En sus bellos ojos, ahora altivos, se reflejaba un brío que antes no tenían. Hoy había nacido una nueva Hija del Jaguar.

 

 


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